Los días que pasan

Tenía 19 años o algo similar. Estaba siempre como dormida, soñando despierta. Pero no en el sentido poético de la palabra. En esa época, parece mentira, todo parecía derretirse. No podía sostener mi cotidianidad en las manos y las decisiones se me escurrían. El calor cada año se incrementaba y el olor del pasto recién cortado y regado con las aguas servidas, subía por el aire con facilidad. No puedo decir nada en especial de esos días, era como un gusano que no había entrado en crisálida. 

Nada que decir de esos días, solo la exuberancia de los sentidos. Ahora es todo lo contrario. La lucidez me despierta cada mañana con su realidad de colores fuertes. Sean negros, blancos o alguno que otro color. 
Es fácil pensar con claridad en un lugar donde el cielo suele ser azul y la luz del sol cae de manera sincera, a veces despiadada. Esa evidencia de aquello que se ve, sumergirse con los ojos abiertos en aquello que ocurre cada día, también tiene sus límites respecto a la conciencia de lo necesario sobre los días de aislamiento. Y todo se disuelve, otra vez, al extremo de la luz. Se necesita luego cerrar los ojos. El cansancio de tratar de tener una idea sobre lo incierto. Armarse pequeñas metas, que se caigan solas y así sucesivamente. 

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