El infierno son los otros.

Una cosa que nunca se debe dejar de aprender a reconocer son los bordes de la tolerancia que uno tiene consigo mismo y con los demás. Por otro lado, uno de algún modo añora la unidad, el entendimiento con el entorno, vivir en armonía.

Desde hace varios días siento algo raro. Hace varios meses vivo fuera de la ciudad en la que nací y crecí, continuamente estoy esforzándome por encajar. Una cosa que me he dado cuenta, es que en esta ciudad muchos elementos del paisaje natural así como de su vestimenta cotidiana están cargadas de simbolismos. De donde yo vengo, existen múltiples símbolos y pareciera que el valor de éstos se disolviera en el inmenso conjunto que significa la ciudad. No he crecido al lado de cosas significativas, excepto aquellas que me perjudicaban: Crecí en una familia patriarcal cargada de creencias que nunca filtré porque implicaban un sometimiento al que nunca cedí. Rechazo, es más, en gran medida esa parte de mis raíces porque justamente estaba sumergida en machismo y abuso.

Crecí en gran medida escapando de mi ciudad gris y contaminada escuchando música en otros idiomas. Escapaba de mis raíces andinas porque no quería que a mí llegaran sus prejuicios (que tiene cualquier cosmovisión), su enorme rollo patriarcal abusivo y normalizador del abuso fisico, psicologico y sexual contra la mujer.

Crecí así, qué más podía hacer excepto construir una defensa contra aquello que me agredía a mi y  a las mujeres de mi familia.

Fuera de esto y ya aquí en esta nueva ciudad, me pregunto qué cosa es mía. Qué me pertenece. Quién soy. Cada día me siento menos segura de ello, de la validez de mi mirada sobre el mundo y sobre mí misma. Quisiera reconciliarme de una buena vez con esos divorcios existenciales, culturales, ambientales y los que se puedan venir a la cabeza. No sé como empezar con el desafío de manejar todo esto. Pero me esforzaré por conquistarme en estos aspectos y conocerme mejor respecto a aquello a lo que me puedo abrir.

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